Tavie Mariani, el más grande, el maldito
Hasta siempre
Escribió una de las mejores novelas argentinas de los últimos años: Capsicum (2002). Una de las más hondas, de las más verdaderas y de las más hermosas. También, por desgracia, una de las menos leídas. Estaba enfermo de S.I.D.A. Iba y venía por las calles de La Plata con dirección fija y sin rumbo aparente. Murió este invierno y no estábamos.
El futuro es un cuento sin final.
Capsicum, Tavie Mariani
Un fantasma recorría las calles platenses. Sobre la cara llevaba tantas arrugas como historias adentro. Las piernas enflaquecidas le bailaban en el pantalón. A veces, cuando hacía calor, vestía una camisa de trabajo y clavada a su cuello una estrella roja de ocho puntas: la estrella federal, la estrella montonera. No ocultaba que él había hecho algo más que tirar unas piedras; por el contrario, exhibía con orgullo su condición de “antiguo combatiente del ejército montonero”, aunque a veces se preguntara “¿qué hacíamos metidos en esa guerra?”. Él, que tenía el porte de un guerrero en ruinas pero jamás vencido por completo. La cara afilada a fuerza de hambres, la barba rala y en punta, el bigote ancho con las guías hacia arriba, la melena todavía oscura que le acariciaba los hombros, le daban un porte de hidalgo español en desgracia. Y los ojos. Esos ojos a los que se asomaba, como desde muy lejos, un dolor demasiado grande para mirarlos mucho tiempo fijo. Cuando hacía frío, apenas un sobretodo cubría esas ropas y esos huesos. Nada podía tapar en cambio las intemperies a las que nos exponía esa mirada.
Ahora yo tendría que estar escribiendo otras cosas. Pero esto es lo único que puedo escribir, lo único que quiero escribir. Hace poco más de un mes, era el 27 de junio y hacía frío, él tocó timbre en mi trabajo. Me sorprendió verlo. Llevaba muchísimo tiempo sin recibir de él más noticias que aquellas susurradas por algún otro lector maravillado, que como cómplice de una hermandad secreta me decía “lo crucé en tal parte”. Porque este fantasma que ahora me lleva a escribir, a escribirle, a escribirnos, era quizás el mejor narrador que haya parido esta ciudad. Y Capsicum, lo único que publicó, es seguramente la mejor novela publicada hasta el momento en esta ciudad y una de las mejores de esta tierra y de esta lengua.
Bajé a atender y me lo encontré muchísimo más deteriorado que en nuestro encuentro anterior, lejano y fortuito como casi todos hasta entonces. Me dijo que andaba buscando un ejemplar de su libro. Le conté que el último que había pasado por mis manos era el que María Laura Fernández le regaló a los editores de la revista literaria Diezpinos. Y no me animé a ilusionarlo contándole cuánto les había gustado y las ganas que manifestaron de intentar que se republicara y contase con una mejor oportunidad. También me pidió si tenía un ejemplar de la revista Sudestada en la que salió un reportaje que le hicimos. Quedé en conseguírselo y se fue. Tan lento como un fantasma. Y como otro fantasma me quedé yo. ¿Cuántos minutos? Cuántos, hasta que se me ocurrió que podía invitarlo a tomar un café o una sopa, lo único que tenía. Corrí hasta la esquina por donde lo había mirado irse. No se veía más que la calle vacía. Él había desaparecido. A la velocidad de un fantasma. Me quedé con algo raro. Algo que pesaba. Me quedé diciéndome “ojalá vuelva a pasar el Puma…
Un mes después –hoy- me enteré. Hace tres días, el 26 de julio, en la misma fecha que su queridísima Eva Perón, se fue. No voy a decir, aprovechando que él no pueda desmentirme, que partió un amigo. Otros eran nuestros tratos, que fueron además bien breves. Algunas veces nos encontrábamos por ahí. Él hablaba y hablaba, pleno de un entusiasmo extraño que no era arruinado por el menor atisbo de jactancia a causa de su descomunal saber autodidacta. Se preguntaba por la fe, por Dios, por la revolución, por la palabra. Se prodigaba en jodas crueles. Contra la fe, contra Dios, contra la revolución, contra la palabra. Y también en jodas, en insultos contra quienes hoy se creen dueños de todo eso, como si alguien pudiera poseer algo más que su perplejidad y su desamparo. Pero sobre todo, contra él mismo. Porque creía, como escribió en Capsicum, que de nada habría servido el insulto si no lograba volverlo contra sí mismo. Y yo lo escuchaba. Soy alguien que lo admiró, alguien que no pudo o no supo ayudarlo. Otro más. Ahora, con una culpa inmensa, me pregunto: ¿Entendí esa última vez lo que venía a pedirme o a decirme? Y me reprocho: ¿Qué queríamos salvar, cuando pretendíamos salvarlo? ¿Un alma en eclipse? ¿O esas pequeñas seguridades nuestras que su oscuridad o su luz corroía?
No son fáciles los malditos. Tan sin tregua. Tan distintos y tan distantes a los malitos. Esos que posan de chicos problemáticos, no importa si pasan la cuarentena o son sexagenarios, y se disfrazan de literatos rockeros, cínicos y cool, pero cobran puntualmente por cuantas ventanillas pone el sistema al alcance de sus manos largas y de sus más largas obediencias y miserias.
A él, es indiscutible, le venían bien el plato de fideos con queso o el café con los que pudiéramos invitarlo, y la charla y el tiempo y el abrazo. Y le hubieran venido bien, quizás, un acompañante terapeútico, algún trabajo. Para eso no alcanzaban los manotazos desesperados de quienes lo queríamos como nos saliera, de aquellos a los que nos dolía. Para eso -como para tantas otras cosas de donde pese a discursos y loas sigue cantando ausente-, se necesitaba al Estado. Supongamos que se hubiera hecho presente: ¿Aceptaría él algo así como una tutela? ¿O hubiera preferido seguir siendo la Bestia, aunque fuera la bestia herida, todo el día aprendiendo a sangrar? Ya no hay respuestas.
Qué lástima que no haya visto una reedición de su novela, con el cuidado y la difusión y la distribución que se merece. Qué lástima que esa publicación no haya llegado a darle algunos reconocimientos que él quería -y que esos reconocimientos fueran como una caricia-, y por supuesto dinero para tener fideos y café cuando se le antojara, aunque es probable que él se hubiera inclinado por substancias más peligrosas y a su juicio más interesantes.
A él no le queda nada. Él es el muerto. Como en un poema de Borges, autor que citaba con una mezcla de odio tirabombas y unción, todo nos lo hemos repartido como ladrones: su libro y todos los libros, la luz, el olor del café, la música, el aire húmedo de estos días y la promesa de otros días por venir. Días para volver a esa novela única que es Capsicum. Única novela de iniciación que yo conozca en la que su personaje –Santiago del Rey, un viejo de origen sefardí de noventa años, el viejo tranquilo que tal vez quiso ser Tavie y no fue-, no se inicia a la vida, sino que lenta, sabiamente, con infinita comprensión, con infinita dulzura, con infinito humor, se inicia al arte del bien morir. Única novela en la que sentí tantas fragancias, porque Santiago es un exiliado voluntario argentino que regentea una casa de especias, manjares y bebidas en Amsterdam: el Almacén de Todos los Alimentos del Mundo. Única novela en la que sentí bailar y cantar y reírse así a las palabras. Única. Ésa es la palabra para esa novela, su testamento de náufrago
El final de Capsicum cuenta una muerte de una manera tan viva como pocas veces ha logrado el arte. Acaso, La muerte en Venecia, ese gran film de Luchino Visconti que casi no usa palabras para decirlo todo, porque le basta con la actuación de Dirk Bogarde, el adagietto de la quinta sinfonía de Mahler y el genio de quien estaba detrás de cámara. No sé si el autor de Capsicum se habrá muerto como Aschenbach o como Santiago, obsedido, iluminado por la belleza adolescente de una especie de ángel que acompañara sus últimos pasos por esta tierra. En verdad, ni siquiera sé si se habrá muerto o es otra de sus jodas crueles. Al igual que su personaje todavía tenía bastante cuerda como para seguir desconcertando. No puedo creer que no ande por ahí. No sé aceptarlo. Para mí hay un fantasma que recorre las calles platenses: Gustavo Tavie Mariani, que en paz no descansa, porque un guerrero no detiene su marcha jamás.
El futuro es un cuento sin final.
Capsicum, Tavie Mariani
Un fantasma recorría las calles platenses. Sobre la cara llevaba tantas arrugas como historias adentro. Las piernas enflaquecidas le bailaban en el pantalón. A veces, cuando hacía calor, vestía una camisa de trabajo y clavada a su cuello una estrella roja de ocho puntas: la estrella federal, la estrella montonera. No ocultaba que él había hecho algo más que tirar unas piedras; por el contrario, exhibía con orgullo su condición de “antiguo combatiente del ejército montonero”, aunque a veces se preguntara “¿qué hacíamos metidos en esa guerra?”. Él, que tenía el porte de un guerrero en ruinas pero jamás vencido por completo. La cara afilada a fuerza de hambres, la barba rala y en punta, el bigote ancho con las guías hacia arriba, la melena todavía oscura que le acariciaba los hombros, le daban un porte de hidalgo español en desgracia. Y los ojos. Esos ojos a los que se asomaba, como desde muy lejos, un dolor demasiado grande para mirarlos mucho tiempo fijo. Cuando hacía frío, apenas un sobretodo cubría esas ropas y esos huesos. Nada podía tapar en cambio las intemperies a las que nos exponía esa mirada.
Ahora yo tendría que estar escribiendo otras cosas. Pero esto es lo único que puedo escribir, lo único que quiero escribir. Hace poco más de un mes, era el 27 de junio y hacía frío, él tocó timbre en mi trabajo. Me sorprendió verlo. Llevaba muchísimo tiempo sin recibir de él más noticias que aquellas susurradas por algún otro lector maravillado, que como cómplice de una hermandad secreta me decía “lo crucé en tal parte”. Porque este fantasma que ahora me lleva a escribir, a escribirle, a escribirnos, era quizás el mejor narrador que haya parido esta ciudad. Y Capsicum, lo único que publicó, es seguramente la mejor novela publicada hasta el momento en esta ciudad y una de las mejores de esta tierra y de esta lengua.
Bajé a atender y me lo encontré muchísimo más deteriorado que en nuestro encuentro anterior, lejano y fortuito como casi todos hasta entonces. Me dijo que andaba buscando un ejemplar de su libro. Le conté que el último que había pasado por mis manos era el que María Laura Fernández le regaló a los editores de la revista literaria Diezpinos. Y no me animé a ilusionarlo contándole cuánto les había gustado y las ganas que manifestaron de intentar que se republicara y contase con una mejor oportunidad. También me pidió si tenía un ejemplar de la revista Sudestada en la que salió un reportaje que le hicimos. Quedé en conseguírselo y se fue. Tan lento como un fantasma. Y como otro fantasma me quedé yo. ¿Cuántos minutos? Cuántos, hasta que se me ocurrió que podía invitarlo a tomar un café o una sopa, lo único que tenía. Corrí hasta la esquina por donde lo había mirado irse. No se veía más que la calle vacía. Él había desaparecido. A la velocidad de un fantasma. Me quedé con algo raro. Algo que pesaba. Me quedé diciéndome “ojalá vuelva a pasar el Puma…
Un mes después –hoy- me enteré. Hace tres días, el 26 de julio, en la misma fecha que su queridísima Eva Perón, se fue. No voy a decir, aprovechando que él no pueda desmentirme, que partió un amigo. Otros eran nuestros tratos, que fueron además bien breves. Algunas veces nos encontrábamos por ahí. Él hablaba y hablaba, pleno de un entusiasmo extraño que no era arruinado por el menor atisbo de jactancia a causa de su descomunal saber autodidacta. Se preguntaba por la fe, por Dios, por la revolución, por la palabra. Se prodigaba en jodas crueles. Contra la fe, contra Dios, contra la revolución, contra la palabra. Y también en jodas, en insultos contra quienes hoy se creen dueños de todo eso, como si alguien pudiera poseer algo más que su perplejidad y su desamparo. Pero sobre todo, contra él mismo. Porque creía, como escribió en Capsicum, que de nada habría servido el insulto si no lograba volverlo contra sí mismo. Y yo lo escuchaba. Soy alguien que lo admiró, alguien que no pudo o no supo ayudarlo. Otro más. Ahora, con una culpa inmensa, me pregunto: ¿Entendí esa última vez lo que venía a pedirme o a decirme? Y me reprocho: ¿Qué queríamos salvar, cuando pretendíamos salvarlo? ¿Un alma en eclipse? ¿O esas pequeñas seguridades nuestras que su oscuridad o su luz corroía?
No son fáciles los malditos. Tan sin tregua. Tan distintos y tan distantes a los malitos. Esos que posan de chicos problemáticos, no importa si pasan la cuarentena o son sexagenarios, y se disfrazan de literatos rockeros, cínicos y cool, pero cobran puntualmente por cuantas ventanillas pone el sistema al alcance de sus manos largas y de sus más largas obediencias y miserias.
A él, es indiscutible, le venían bien el plato de fideos con queso o el café con los que pudiéramos invitarlo, y la charla y el tiempo y el abrazo. Y le hubieran venido bien, quizás, un acompañante terapeútico, algún trabajo. Para eso no alcanzaban los manotazos desesperados de quienes lo queríamos como nos saliera, de aquellos a los que nos dolía. Para eso -como para tantas otras cosas de donde pese a discursos y loas sigue cantando ausente-, se necesitaba al Estado. Supongamos que se hubiera hecho presente: ¿Aceptaría él algo así como una tutela? ¿O hubiera preferido seguir siendo la Bestia, aunque fuera la bestia herida, todo el día aprendiendo a sangrar? Ya no hay respuestas.
Qué lástima que no haya visto una reedición de su novela, con el cuidado y la difusión y la distribución que se merece. Qué lástima que esa publicación no haya llegado a darle algunos reconocimientos que él quería -y que esos reconocimientos fueran como una caricia-, y por supuesto dinero para tener fideos y café cuando se le antojara, aunque es probable que él se hubiera inclinado por substancias más peligrosas y a su juicio más interesantes.
A él no le queda nada. Él es el muerto. Como en un poema de Borges, autor que citaba con una mezcla de odio tirabombas y unción, todo nos lo hemos repartido como ladrones: su libro y todos los libros, la luz, el olor del café, la música, el aire húmedo de estos días y la promesa de otros días por venir. Días para volver a esa novela única que es Capsicum. Única novela de iniciación que yo conozca en la que su personaje –Santiago del Rey, un viejo de origen sefardí de noventa años, el viejo tranquilo que tal vez quiso ser Tavie y no fue-, no se inicia a la vida, sino que lenta, sabiamente, con infinita comprensión, con infinita dulzura, con infinito humor, se inicia al arte del bien morir. Única novela en la que sentí tantas fragancias, porque Santiago es un exiliado voluntario argentino que regentea una casa de especias, manjares y bebidas en Amsterdam: el Almacén de Todos los Alimentos del Mundo. Única novela en la que sentí bailar y cantar y reírse así a las palabras. Única. Ésa es la palabra para esa novela, su testamento de náufrago
El final de Capsicum cuenta una muerte de una manera tan viva como pocas veces ha logrado el arte. Acaso, La muerte en Venecia, ese gran film de Luchino Visconti que casi no usa palabras para decirlo todo, porque le basta con la actuación de Dirk Bogarde, el adagietto de la quinta sinfonía de Mahler y el genio de quien estaba detrás de cámara. No sé si el autor de Capsicum se habrá muerto como Aschenbach o como Santiago, obsedido, iluminado por la belleza adolescente de una especie de ángel que acompañara sus últimos pasos por esta tierra. En verdad, ni siquiera sé si se habrá muerto o es otra de sus jodas crueles. Al igual que su personaje todavía tenía bastante cuerda como para seguir desconcertando. No puedo creer que no ande por ahí. No sé aceptarlo. Para mí hay un fantasma que recorre las calles platenses: Gustavo Tavie Mariani, que en paz no descansa, porque un guerrero no detiene su marcha jamás.
Por Juan Bautista Duizeide