miércoles, 12 de noviembre de 2008

Un Dios Verdadero


Estaba echado de espaldas sobre la arena, con el sol clavándoseme en las costillas, en los párpados cerrados hartos de adivinarlo. De repente no fue más: una cerrada zancadilla de nube y afuera. Las nubes son efímeras (pero contundentes) blasfemias de gas. Interrumpen sin miramientos un dios a sus fieles, solo con el objeto de dilatarse, solo con el voraz (pero intestino) deseo de viajar. Esas claudicables voracidades aterrorizan. Enseguida generan la sensación de invierno en pleno verano (sobre todo de otoño) y despabilan en la gente un salvaje perfume a lluvia, nieve o granizo en el peor de los casos. La mayoría de las veces auguran tristeza y, con su opaco, anudan el espíritu vehemente de los bañistas volviéndolos retrógrados fugitivos. Puede que las nubes sean solo eso (nubes) o que en sus congestiones traigan agua o hielo. Esta vez (con el sol clavándoseme sobre las costillas, sobre los párpados cerrados hartos de adivinarlo) fue agua. Lo novedoso del asunto es que el agua no estaba encima nuestro, ni sobre, ni debajo: el agua estaba desabrochándose sobre el mar, meándole las olas. Podía notarse a lo lejos el espacio entre el cielo y el mar rasgado por violentas líneas oblicuas, negruzcas, que se clavaban en el aire.

No huimos por eso: estábamos cautivados por el paisaje. Nos fuimos porque una repentina invasión de bichos volátiles nos espantó la calma. Antes de eso estuve un buen rato boca arriba observando el paso de las nubes. Hay que ver lo que eran: como humo de cigarrillo solapándose en escarcha, como escarcha abandonándose en gas. Y siempre deslizándose despacio, menos despacio, más. Un balbuceo constante del viento vibrándoles adentro. Nubarrones vueltos nubecitas, nubecitas devenidas nubarrones. Y, en esa mecánica, siempre nubes. De pronto copulando, salvajes, en colmena innumerable, barroca. Y luego la pesadez de una sola masa que se despliega, en clave ciertamente minimalista. Un pájaro blanco de alas enormes, un buque marciano aterrizándonos encima. Eso y esperar a que lloviese, sin que llueva. Eso y la negrura de algunos gases que penetraron más tarde para entumecernos el coraje.

Nos levantamos y nos fuimos no por el grisáceo oscuro del paisaje sino, en todo caso, porque la repentina invasión de miniaturas aladas nos molestó. Interrumpido el goce de la contemplación, dejé a un lado mi música y me dispuse a la resignante tarea de doblar el toallón, buscar las sandalias y prender un pucho. Desganados, tibios, íbamos avanzando hacia el auto. Las nubes duraron nada, los alados se fueron enseguida y, nosotros, anclamos en un kiosco de costa casi abandonado para comprar unas bebidas.

Adentro (en el kiosco), el hombre de bigotes del mostrador abanicándose, la señora de camiseta malla amarilla fumándose un oxígeno a resoplos, la del pelo cubierto de ruleros eyaculando sus chismes, la nena mogólica sentada a su lado (insegura de su feminidad todavía), y los dos perros (uno de ellos salvajes) que se acercaron a advertirnos algo. La heladera de bebidas (algo así como una heladera de yogurt de un supermercado) estaba de adorno, vidriera sin vidrio: las bebidas estaban calientes, exhibidas como chascos. Tenía que ir adentro la señora, a su propia heladera, a buscarnos algo fresco, lo poco que le quedaba. Mientras tanto (y no obstante esto), la mujer de los ruleros y la nena mogólica refrescaban sus fealdades desparramándose color en las uñas. Unos colores horribles, vale decir, colores baratos. Entró un cantarín desalmado y se puso sobre el mostrador a hacer comentarios con el dueño, que se apuró a avisarnos que no tocásemos la perra pequeña porque era mala, más mala que la mierda. Qué plato: la pequeña mala y el grande bobo. Salió la señora con las bebidas, le pagamos. No estaba del todo convencida de su ánimo, sonreía amable (porque el cliente lo vale), pero resoplaba indignada (porque el corazón también lo vale). Quizás había pasado la mitad de su largo matrimonio ahí adentro, cosechándose trompadas de indiferencia, amaneciendo estrías entre las carnes, sobreponiéndose al furor con que los paseantes exigían refrescos. En todo caso el calor era indignante, la oscuridad del lugar desoladora y los habitantes, con todas sus tripas, material para una narración que no fuese realista en el sentido de las realidades de otras gentes. De la nuestra, por caso.

Nos fuimos a tomar las gaseosas a los acantilados que el mar hacha a la tierra interrumpiendo sus pastos. El agua era una inmensidad mucho más noble desde allí, ni siquiera podíamos intuir África basándonos en los conocimientos cartográficos que hoy se tienen. África era, desde allí, un continente de mentira, cierta humorada de los geógrafos desocupados. África no existía pero sí la tierra interrumpida. Y más allá de la tierra interrumpida la línea que lo separa a uno de la pulsión de muerte y de la muerte en sí. Todos hablando del vértigo, de la tentación de tirarse, de los largos metros que nos separaban del suelo en ese lugar. Todos pensando qué ocurriría si un humano pudiese volar, conjeturando qué haríamos en caso de no ser mortales, qué sentiríamos respecto de la altura si fuésemos medio pájaros. Y los pájaros encima nuestro, cagados de risa por su-puesto.

No demoramos más de medio segundo en entender que la experiencia era magnífica. Uno narró sus aventuras de chico cabalgando su bicicleta por esos lados. Otro refirió unos datos sobre la geografía inglesa. Unos y otros, entumecidos todavía por el deseo de tirarnos (y por su respectivo temor), cosechábamos la prepotencia con que el mar boquea frente a los humanos, con ese devenir salvaje que lo vuelve ajeno en el deseo de sentirlo cercano. Imaginamos qué ocurriría si alguien le sacase el tapón y se vaciara, si de pronto el agua corriese a esconderse en el vacío. Imaginamos caminar sobre ballenas agonizantes, sobre anguilas inútiles, sobre algas desmayadas y secas. Imaginamos la cantidad de cosas que descubriríamos si el mar un día desapareciese para siempre. Cuánto tardaríamos en llorar para llenarlo de nuevo. Cuánto millones de fieles se arrimarían a la arena para humedecerla de nuevo. El mar, como todo dios, depende de la fe de la gente pero en su caso, como es un dios material, concreto, la fe de la gente termina chupándole un huevo y se anima a matar con una desvergüenza tremenda. No sé si hablamos de eso, en todo caso el mar estaba ahí como testimonio de que eso era cierto.

Volvimos a la ciudad, con la humedad encima y la sal corrompiéndonos la piel a gritos. Un vendaval de niños deportistas inundaba las calles como un mar de humanos, menos contundente y más imprecioso. Esa invasión nos impedía llegar hasta cierto lugar pero lo logramos. Vi pasar innumerables mocosos con sus banderas, algunos minusválidos mentales y otros motrices, otros nada de eso. Saltaban, daban trinos como bacterias que hubiesen plagado la ciudad de motivos para reírse. Los pibes con sus pancartas, con sus uniformes partidarios, los pibes con sus abanderadas bellezas, con sus fealdades reducidas, con sus escarapelas de gente abriéndose las venas. Estaban allí con una euforia omnipresente, sus coros se oían más allá de nuestro deseo de oírlos. Eran felices porque habían viajado hasta el mar y muchos de ellos seguramente ni lo conocían. Muchos de ellos sentirían, por primera vez, la soberbia del mar cacheteándolos de prepo. Pensé, justo en ese momento, en lo que sentiría si no lo conociera. Lo conocí mucho antes de tener conciencia y siempre me pareció demasiado cercano aunque haya nacido en la precordillera. Fue siempre un padre, un hermano, un colega. También yo estoy hecho de agua salada, así que. Pero muchos de ellos, muchos de esos pibes, iban a besarse los pies con arena por primera vez en la vida. Tal vez conocer el mar de grande sea una de las experiencias más espeluznantes. Se volvería uno devoto sin paciencia. No puedo imaginar cómo le arderían los ojos esa primera vez que lo viera. Soportaría el alma un choque de olas? Sostendríamos por un segundo la postura? Podríamos hacernos los fuertes frente a tanto desierto aguado?

Me quedé en el instante en que un chico minusválido, montado en su silla, atravesaba la peatonal para encontrar el agua. Quise clausurar mi experiencia y habitarle los sentidos por un momento. La posibilidad de flotar le regalaría, por primera vez en la vida, la emoción de prescindir de las ruedas. Levántate y anda, le diría el mar, levántate y flota, como un dios verdadero.

Gonzalo Quevedo
Noviembre 2008
(Fotografía de Adriana Lestido)

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