lunes, 17 de noviembre de 2008

Viajes y preguntas (Primera Parte)

…porque toda frontera está tejida
de incertidumbre y de hierro.

Ursúa, William Ospina



1

Buenas noches a todos, estoy diciendo, y me pega la luz en la cara, y sólo veo las caras de la gente en las primeras filas de este teatro inmenso. Muchas caras morenas, muchas con rasgos indígenas, algunas negras. Y detrás sombra. Una sombra llena. Les agradezco su presencia, estoy diciendo, y pruebo la mejor distancia entre mi boca que dice y el micrófono. Agradezco a la universidad y especialmente al maestro Isaías Gutiérrez Peña. Gracias a su invitación y a las gestiones de su equipo es que pude viajar hasta aquí y participar de este encuentro. Confieso que ante la invitación para abrir las actividades con una conferencia, lo primero fue un estremecimiento. Al miedo lo sucedieron la sensación de aventura y desafío. Y se me vino a la memoria algo que cuenta Ricardo Piglia acerca de Vladimir Nabokov y sus famosos cursos sobre literatura. Cuando se anunció que el escritor ruso los impartiría, un catedrático reaccionó protestando: “¡¿Desde cuándo los elefantes disertan sobre zoología?!”. Si bien exagerada hasta la comicidad, esa reacción nos está hablando de cierta condición de extranjería. En mi caso, doble extranjería: por escritor de ficciones en un ámbito académico y por argentino en Colombia. Aunque son igualmente ciertos, y creo que más poderosos, los vínculos del idioma, nuestra condición común de hispanoamericanos y un gusto por interrogar a la literatura e interrogarnos mediante la literatura.


2


En la manga que lleva al avión que me llevará a Lima, donde tendré que esperar dos horas por otro avión que me llevará hasta mi destino final, Bogotá, el logo de Thyssen Krupp -firma abastecedora de los arsenales de Hitler- recuerda las raíces sangrientas de todo capitalismo. Me toca el asiento de la ventanilla justo arriba del ala del Air Bus 321. A mi lado, un matrimonio ruso de unos cincuenta años. Los dos vestidos con ropas de marca ostensible. Él con un diente de oro y una pulsera de cobre en la muñeca izquierda. Ella con una dentadura postiza, muy brillante, que parece obligarla a sonreír todo el tiempo, como si le quedara grande.
Está nublado y demasiado oscuro para las seis y media de una mañana de primavera en Buenos Aires. Apenas terminan de remolcarnos, un vendaval de granizo ametralla la pista. El comandante avisa que permaneceremos a la espera de que pase la tormenta. Es como estar metidos adentro de un redoblante inmenso y que un gigante lo toque con todas sus fuerzas. Veinte minutos después, carreteamos y despegamos. Ya no graniza. Pero las nubes de desarrollo vertical son como vallas que el avión debe ir saltando para ganar altura. Cada vez que roza el filo de una, se estremece.
Olvidé bastante el ruso. Pasaron muchos años desde que navegué en aquellos pesqueros soviéticos que enfrentaban las olas del Banco Burdwood. Pero igual hago el intento. Así me entero de que el hombre se llama Igor y la mujer Olga. Él, ingeniero en algo, emprende una explicación apresurada, como si alguien lo persiguiera y yo tuviese el poder de abrirle una puerta y ponerlo a salvo. Resumo. O tal vez me equivoco en la traducción. Incluso quizás invente todo. Y tal vez sea ésta la única forma de viajar: inventarse un lenguaje propio, una mentira, un secreto. Pero hagamos de cuentas que Igor me lo dice: cae un avión cada tantos vuelos, cuanto más vuela alguien, más posibilidades tiene de matarse, por eso no conviene viajar en aviones superpoblados de viajeros frecuentes, lo mejor es hacerlo en alguno que lleve niños o bebés. Como éste, dice. Y un llanto agudo, pocas filas adelante, rubrica su fe.
Para ayudar a las estadísticas, Igor se clava una pastilla color celeste, para empujarla un whisky, y por la Santa Madre Rusia, encima, un vodka. Cierra los ojos y recuesta la cabeza hacia atrás. Punto final de nuestra conversación. Miro por la ventanilla. Veo vibrar el ala como si el Air Bus aleteara.

3

Todavía tengo en los ojos nubes de todas las formas posibles, y la cordillera de los Andes vista desde arriba, y el Pacífico, mientras el taxi rueda desde El Dorado hacia la ciudad. El conductor me muestra una construcción fortificada. Gris cemento. Gris tormenta quieta. Gris amenaza. Parece una especie de Pentágono en miniatura, aunque es una embajada. El único toque de color, la bandera que flamea, inmensa, sobre ella. La de las barras y las estrellas, claro.

4

¿Cómo es que viajan las palabras?, me pregunto subiendo y bajando cuestas, torciendo a izquierda y derecha. Doy mi primera caminata por la ciudad. Trato de seguir a Walter Benjamin, quien aconsejaba perderse en una ciudad como quien se pierde en un bosque. Pero no es difícil orientarse en Bogotá. Hay calles más o menos paralelas entre sí y carreras que las cruzan más o menos perpendicularmente. Y por si la señalización confusa dejara dudas, en lo alto de una montaña de más de tres mil metros, blanquísimo, el santuario de Monserrate, construido en 1650, marca el oriente. Es mi compás y mi faro. Ando entre perfumes desconocidos y nombres que cantan. Almojábanas, arepas, uchuvas, guanábanas, patacones, piñas. Oigo que dicen “me regala un tamalcito”, “a la órden”, “esa pelada es la verraquera”. Se ofrecen comidas, bebidas, jugos a la pasada. Hay gente que toma tinto y conversa en cada cuadra; tinto es el café, ya voy a saberlo, que aroma aquí todas las horas, todas las calles, todas las carreras. En el televisor de un bar, una propaganda oficial dice: campesino, no siembres la mata que mata. En una pared dice Uribe verraco. Un prolijo pasacalle celebra la acción contrainsurgente. Hay policías muy jóvenes vestidos de combate por todas partes. Policías con perros que llevan al cuello un diploma de expertos en explosivos. Mujeres policía. Morenas, mulatas, zambas, pardas, negras. Muchas mujeres policía. Hombres de seguridad privada. Policías con ametralladora en ristre. Más policías. Más. En una esquina de no sé qué calle o carrera, un negro descalzo, harapiento, greñudo, como ido, tiene en una mano una pila de vasos plásticos celestes. Con la otra, valiéndose de un palito, los rasca y los rasca, se acompaña mientras repite a viva voz, muy viva, como un mantra: “…si yo los quiero que suenen, pa que los quiero engrasaos, si yo los quiero que suenen…”.


5

Aquí estoy: hablando de singladuras y galernas en medio de montañas. Digo que escribir ficciones relacionadas con la navegación permite a los habitantes de tierra firme sentirse a bordo, cruzando olas y vientos, fijando rumbos, viajando de continente en continente y de época en época. ¿Y qué nos sucede a los que somos o fuimos navegantes profesionales cuando escribimos? Nada menos que sentirnos exploradores. La diferencia entre lo que designan la palabra navegante y la palabra explorador no es poca. Un navegante es alguien que conduce su barco entre puntos conocidos, fijados en la cartografía, siguiendo, de acuerdo a las normas de su oficio, los rumbos que combinen la máxima seguridad con la máxima rapidez. Para un navegante, perderse es un baldón. Un explorador, en cambio, es alguien que parte hacia lo desconocido, siguiendo muchas veces rumbos que no dicta la lógica, sino la intuición o incluso el capricho. Para el explorador no importan demasiado la seguridad ni la velocidad. Su saber no sólo admite, sino que requiere las derivas, el perderse, la errancia y hasta los naufragios. Sólo a costa de esos riesgos podrá alcanzar, quizás, lo que le interesa: lo nuevo.



6


Hay en la literatura escrita en español una curiosidad pionera, una de las primeras narraciones de viaje marítimo que podemos considerar novela, y para algunos la primera novela americana: Infortunios de Alonso Ramírez, de Carlos de Sigüenza y Góngora, publicada en 1690 (Robinson Crusoe, de Defoe se publicó recién en 1719). Su autor fue una de las figuras intelectuales del México colonial, educado con los jesuitas, catedrático de matemáticas y cosmógrafo real. Infortunios de Alonso Ramírez está basada en un caso real, como sucedería a mediados del siglo XX con el Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez, que se fue publicando por entregas en el diario El Espectador, de Bogotá y se publicó en forma de libro en 1971. Ese relato contradice la versión oficial del naufragio del Caldas, un buque de la armada colombiana que volvía de EE.UU. sobrecargado de contrabando. García Márquez contó la historia desde la perspectiva del único sobreviviente y eso le valió el exilio durante la dictadura de Rojas Pinilla. Infortunios de Alonso Ramírez, es un antecesor lejano de ese texto y por lo tanto del género de non – fiction. Narra, con lenguaje prodigioso y humor negro del más espeso, los padecimientos de un tripulante del galeón Santa Rosa, tomado como prisionero por fragatas inglesas consagradas a la piratería cuando viajaban de Acapulco a las Filipinas, y su escape navegando solo hasta la costa de Yucatán.
A pesar de la incursión temprana de Sigüenza y Góngora, a pesar de los inmensos espacios costeros que la mayor parte de los países americanos posee, a pesar de que la mayor parte de sus tráficos comerciales y migratorios se llevó adelante por mar, no se desarrolló en Hispanoamérica una narrativa marinera como sí se desarrollaron una novelística de la Revolución Mexicana, otra de dictadores y otra vinculada a la problemática indígena. Esto no quiere decir que no existan relatos y novelas marineras en cantidad y calidad. Pero no se constituyeron en género. Son narraciones geográfica, temporal y estilísticamente dispersas, que no suelen dialogar entre sí, debidas a autores que por lo general no se han leído los unos a los otros y tampoco abundó una crítica que las leyera en conjunto.
La narrativa clásica del mar, tal como la practicaron los anglosajones, suele responder a un esquema de acuerdo con el cual los protagonistas se desplazan de la metrópoli a la periferia y retornan enriquecidos de experiencias, de símbolos, incluso de bienes materiales. Aunque sea implícitamente -como en el cuadro del constructivista uruguayo Torres-García, que pone el sur en el norte-, la narrativa hispanoamericana del mar tiende a subvertir ese esquema. Su derrotero es de periferias. En ella se incorporan las voces obliteradas por la historia: los vencidos, los malditos, los bastardos. Lo que estaba velado o en segundo plano, aparece al frente de la narración.


7

Las clases dominantes argentinas han tenido históricamente un problema espacial. Domingo Faustino Sarmiento escribió en el Facundo, de 1845: El mal que aqueja a la Argentina es la extensión. Para la Argentina porteña y unitaria, cada vez más porteña y más unitaria, es muy difícil hacerse cargo no sólo de las distintas geografías, sino también de las distintas culturas que la conforman. Se ha cristalizado una imagen del país como si se limitara a la llanura que produce granos y ganado, que es sólo una parte: 600.000 kilómetros cuadrados de 2.791.810. La plataforma continental argentina tiene 1.000.000 de kilómetros cuadrados; sus costas marítimas, 5.000 kilómetros; sus ríos navegables, 3.000. Argentina es una especie de isla situada lejos de los mayores centros económicos, políticos y culturales del mundo. La mayor parte de sus tráficos comerciales se produjo y se produce por mar así como las grandes oleadas inmigratorias.
Nuestro género quizás más característico, la gauchesca, toma una parte del país por el todo, se acerca a lo sumo hasta la orilla. En Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Guiraldes, la máxima aproximación de los arrieros al océano alcanza una franja de espanto: arenas habitadas por miles de cangrejos que, según cuentan, han llegado a devorar caballos. El caso de Hilario Ascasubi es notable. Se trata de uno de los máximos cultores del género gauchesco, autor de Santos Vega (1851) –una especie de novela en verso con pasajes fantásticos- y del poema propagandístico La refalosa (1843), que cuenta como los mazorqueros tajean a un joven unitario y lo hacen bailar sobre su sangre y sus tripas. Ascasubi era un hombre muy culto, uno de los introductores de la ópera en Argentina. En su adolescencia había viajado largamente por mar como grumete de La Rosa Argentina, una fragata armada en corso por la Junta Revolucionaria de Mayo. Sin embargo no escribió nada respecto a esas peripecias por mar.
Previsiblemente, no se constituyó un género marinero, por así llamarlo, en nuestra literatura. Hay sin embargo muchos y buenos exponentes de una narrativa de ambiente náutico. De manera casi invariable, pese a sus excelencias, están ubicados fuera del canon de la crítica.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno esto! De dónde es? No lo conozco al tipo... es un escritor?
Muy bueno, che-
Saludos

gM dijo...

Hola, ¿cómo están?

Se ve interesante el diezpinos blog.
Dedicaré tiempo a leerlo.
Este es mi blog in progress:

http://magrifot.blogspot.com/

Salud.